Callejeros por derecho propio

Por Fabián Romeu 2009

Adentrémosnos en este particular relato con la poesía del chileno Carlos Pezoa Véliz.


"El perro vagabundo"

Flaco, lanudo y sucio.
Con febriles ansias roe y escarba la basura;
a pesar de sus años juveniles,
despide cierto olor a sepultura.

Cruza siguiendo interminables viajes
los paseos, las plazas y las ferias;
cruza como una sombra los parajes,
recitando un poema de miserias.

Es una larga historia de perezas,
días sin pan y noches sin guarida.
Hay aglomeraciones de tristezas
en sus ojos vidriosos y sin vida.

Y otra visión al pobre no se ofrece
que la que suelen ver sus ojos zarcos;
la estrella compasiva que aparece
en la luz miserable de los charcos.

Cuando a roer mendrugos corrompidos
asoma su miseria, por las casas,
escapa con sus lúgubres aullidos
entre una doble fila de amenazas.

Allá va. Lleva encima algo de abyecto.
Le persigue de insectos un enjambre,
y va su pobre y repugnante aspecto
cantando triste la canción del hambre.

Es frase de dolor. Es una queja
lanzada ha tiempo, pero ya perdida;
es un día de otoño que se aleja
entre la primavera de la vida.

Lleva en su mal la pesadez del plomo.
Nunca la caridad le fue propicia;
no ha sentido jamás sobre su lomo
la suave sensación de una caricia.

Mustio y cansado, sin saber su anhelo,
suele cortar el impensado viaje
y huir despavorido cuando al suelo
caen las hojas secas del ramaje.
Cerca de los lugares donde hay fiestas
suele robar un hueso a otros lebreles,
y gruñir sordamente una protesta
cuando pasa un bull-dog con cascabeles.

En las calles que cruza a paso lento,
buscan sus ojos sin fulgor ni brillo
el rastro de un mendigo macilento
a quien piensa servir de lazarillo.

Pasemos ahora a la visión americana del asunto.


Nos cobijamos en el cine de los ´70 y los actores son nada más y nada menos que la Dama y el Vagabundo en una notte feliz de romántico amor, oh que bella, bella notte.  Una sugerencia, a lo largo de la historia del mundo hay una cosa que el dinero no ha podido comprar: la fidelidad de un perro. Por eso para todos los perros sean salvajes, vagabundos o damas se dedica respetuosamente esta historia.
La protagonista es Reina una Cocker Spaniel que ni bien nació pasó de cobijarse en una camita calentita que le prepararon sus amos Jaime y Linda de la cual se escapaba para no quedarse solita.
Reina era aristócrata, para nada callejera, enterraba sus huesos en el jardín, espantando de la casa a otras señoras callejeras: las ratas de la ciudad.
Ni bien cumplió seis meses se jactó de tener una placa con su nombre.
Sus amigos, otros aristocráticos, se llamaban Yock y Triste un sabueso de raza similar a un Basset Hound.
Perros como Yock con mucha fe nunca pierden la marca donde puedan escarbar y esconder su p
rovisión
para pronto poder encontrarla.
Triste sueña con días de lluvia pasados por él y por su abuelo persiguiendo a esos callejeros humanos como lo son los presidiarios fugitivos y los gitanos.
Y la peor desgracia que puede padecer un perro sea callejero o no es perder por completo el olfato.
Un callejero tiene como característica principal la de carecer de collar.
Volviendo a Reina, tenía en su interior alma de callejera, destrozando zapatos y rascándose sus encías al salirle sus dientecitos.
Detrás de una gris locomotora aparece Golfo, nuestro gran callejero de este cuento, desperezándose de su frío sueño con total libertad, tomando agua de las alcantarillas suburbanas, las cuales le servían también para darse un improvisado baño en la ciudad.
Para el callejero la meta prioritaria es sustentarse su preciado hueso.
Tanto a Golfo como a nuestra dama, les piace la manyería italiana.
Muy cerca de todo este ámbito deambula la perrera municipal, acarreando a los mejores amigos del hombre: callejeros por derecho propio, trasladándolos a los temibles gases letales en una prisión.
En los zoológicos municipales de entonces había una advertencia para respetar: "Se comunica que todo perro encontrado sin collar será encerrado"
Una de las atrapadas por la perrera es Peggi, pequinesa, por supuesto ser callejero era sinónimo de ser "guapo" para ella.
Pero el guapo sabía de la existencia de constantes campañas para atrapar a "perros libres" y ni bien podía, a su manera, se las ingeniaba para poner en libertad a sus pares.
Ser callejero es cuestión de saber esconderse bien de los peligros reinantes sobre todo de la alta sociedad. Para ellos lo más preciado son los días soleados.
La transformación de Reina de dama a callejera se produjo el día cuando dejaron de ser tres. Jaime, Linda y ella; porque por ley de la vida apareció un pequeñito y poco oportuno bebé; pero para la pareja todo un hombrecito muy mimado.
Desde entonces dejó de ser Reina para ser esa perra.
Y tengamos aquí en cuenta que los callejeros son todos esos o N.N. como más nos guste llamarlos. Siempre tienen deseos de darse buenas rascadas para sacarse las pulgas.
La odisea de Reina comienza cuando la suerte que le depara la lleva a las calles a espantar gallinas y palomas, a esconderse de la perrera, a corretear entre autos y bicicletas.
Los callejeros, por lo general, son faltos de caricias, de mimos. Pareciera que no los acompañara nunca un ángel de la guarda, esa dulce compañía que no te desampara ni de noche ni de día pese a que ellos tienen siempre una puerta abierta a la libertad.
Volviendo a nuestro y nunca bien ponderado Fito, Golfo, los alemanes lo llamaban Sigfrido, los franceses lo apodaban Mont Petit Bené.
Con esto intentamos decir que ser callejero es apropiarse de "todo tipo de nombres".
El broche de oro de nuestra singular pareja se produce en el restaurante de Tony, lugar donde Golfo y Reina sellan su amor, spaghettis mediante, juntando hocico con hocico y renace la canción bandoneón y cítara mediante.
“Oh para soñar questa notte speciale, oh que bella, bella notte, para gozar questa notte es ideal, oh que bella, bella notte".
El destino ha querido unir a los dos y enciende las almas de pasión y de amor.
No faltaron a la boda las callejeras amigas de Golfo, doñas Tracy, Pollita, Lupita y Eulalia.
Formalizado el perruno matrimonio, nacieron los cachorritos mitad aristocráticos, mitad callejeros. Solo uno salió callejerito, un calco de su padre; concluyendo así esta historia bonita.

Aquí en nuestra querida Argentina no faltan callejeros en infinidad de pueblos, también en nuestras grandes ciudades, en nuestros campos.
Llegó el momento de ofrecerles ahora mi modesta opinión. Como humanos en alguna medida todos tenemos algo de callejeros y no es cuestión de discriminar.
Están los chicos de la calle, las chicas que noche a noche hacen la misma, taxi boys y aquella gente que justa o injustamente ahora está privada de su libertad en las cárceles del país.
El pampeano Alberto Cortés no se olvidó de este callejero por derecho propio, con su filosofía de la libertad que era de los otros y del viejo Pablo, a quien rescataba de su soledad.
Tenemos de una vez por todas que asumir nuestra cuota de callejeros, en esa constante búsqueda de poder concretar con libertad nuestros propios y muchas veces rebeldes proyectos.

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