Es una historia de barrio

Por Andrés / Junio 2011
Pienso que mil veces volveré a escribir sobre las calles y la gente de la ciudad que me fue marcando el tiempo del amor, de sufrir, el tiempo en que uno siente que el hombre crece junto con la barba.
Esto es una historia de amor, la historia de un nombre: Sole.
Todavía los amigos de la barra jugaban a a la billarda a la hora de la siesta y mi tía María Elena, con ese gesto dulce de madre frustrada (que nunca consiguió convertir un gesto duro), salía al portón del corralón a gritarles:
-¿No tienen otro lugar para ir a jugar? ¿No ven que la gente duerme la siesta?
La gente eran los peones, los caballerillos y yo.
Yo, que desde que me había calzado esos pantalones largos de mi padre, me sentía en pecado si seguía "juntándome” con toda esa manga de chiquilines que no se deciden a hacerse hombres de una vez.
Antonio o Pepe, me dio el primer cigarrillo. Después de sentir ese humo ardiendo, quemándome hasta la voz, fui o me sentí hombre.
Con todo, con la parada de matón, con la sonrisa de costado y el pelo lleno de gomina peinado hacia atrás.
Chola, era hija de unos genoveses. Los conocí en cuanto los vi. Porque nosotros habíamos sido como ellos, hasta que nos establecimos en la ciudad. Pertenecían a esa clase de los que llegan como imantados por el cartel “se alquila”, y a fin de mes, al llegar el momento de pagar, se van con su roperito y sus camas de bronce, a algún pueblo cercano al que todavía no haya llegado su fama de pobres y malos pagadores.
Sole, su llegada al barrio, trastornó toda nuestra vida rutinaria de varones recién inaugurados.Todo se reducía para nosotros a trabajar en el mercado, ir a casa para cambiarnos y meternos en la cantina de Pepe hasta la noche, en que corríamos a casa a ponernos el mejor traje para ir luego a emborracharnos de tango y de mujer apretada contra el pecho en el bailongo de las afueras.
Ella logró cambiar todo de repente, como si por nuestra calle hubiera soplado un viento fuerte.
A lo mejor sus ojos azules eran como otros, su pelo castaño era como otro, pero a partir de ese silbido lleno de admiración que lanzó José cuando pasó por primera vez, todos la vimos diferente.
Era altanera, daba vuelta la cabeza al pasar…
-Tiene la cabeza llena de pajaritos esa piba -decía Antonio (han pasado más de quince años) Ahora podes decir la verdad. ¿No estabas enamorado de ella?
-¿Qué se cree esa, que tiene corona?
- Vos también cuando hablabas de despecho, la querías ¿no es cierto?
A veces yo decía:
- Lo que pasa es que debe de tener miedo. ¡También con la pinta de vago que uno tiene!...
Por dentro, bien adentro, pensaba en esa camisa blanca bien almidonada, que me ponía solamente los sábados, y en traje azul y en la corbata a pintas grises que mi hermano me había traído de Buenos Aires.
Todo empezó como una apuesta:
-¡A mi no se me va a hacer la retobada! ¡Yo la paro, le hablo y antes de que pueda patalear le encajo un beso que la dejo pidiendo agua!
Lo decías vos Antonio y tenías miedo. Miedo porque sabías que ella era distinta. Miedo porque sabías que te jugabas la fama de irresistible. Miedo porque sabías que si tenías que pagar la vuelta de café que habías apostado, ibas a terminar con tus berretines de don Juan.
La Sole siguió pasando por la calle sin mirarnos, con sus zoquetes y su batón floreado y la trenza de pelo castaño balanceándose en la espalda.
Antonio pago café para todos agachando la cabeza y después fracasó Juanjo. Después José.
Creo que la que que primero se dio cuenta de todo fue mi tía una tarde que me sorprendió mirándola pasar desde la puerta del corralón.
-¿Es linda, no?
- Si.Tiene los ojos más lindos del… ¡y a vos que te importa si es linda!
Ella pareció no escucharme.
-Te gusta, no?
Comprendí que no me quedaba más remedio que decir la verdad.
-Si, me gusta…y a quién no le gusta una piba así?
Las fuerzas me salieron de mi propia cobardía de mirarla fijo a los ojos cada vez que salía de la casa en que vivía.
En esas dos cuadras que la seguí me pareció mil veces que las rodillas se me iban a doblar, que las piernas se me iban aflojando, qué me iba a quedar sin aire para respirar.
Solo iba a los puestos de los marchantes, de los que había detrás de las fábricas de conservas.
Era una mañana de abril, una de esas mañanas en las que todo el barrio se llenaba de pájaros, de chicos jugando en las calles, de los gritos de los que llegaban de las huertas para vocear sus verduras.
No recuerdo dónde la alcancé, pero si se bien a partir del momento en que estuve a dos pasos de ella, todo el mundo desapareció como por encanto y que apenas me alcanzó la voz para nombrarla. -Sole…
Se volvió y tuve los ojos azules frente a mí, tan cerca que con solo estirar la mano podría haberlos acariciado.
-¿Puedo acompañarte? - Le dije, y me pareció que los ojos de ella en silencio, me contestaban: "claro que podes. Si lo que yo quería era que me acompañaras vos”.
Caminamos entre los puestos, con olor a fruta, a pescado, a flores.
Después nos retrasamos en silencio, sin habernos dicho una sola palabra en todo el tiempo que estuvimos juntos.
Al llegar a la esquina de su casa le dije:
-Hoy… esta noche…fue como si estuviera esperando esa palabra mía, por que me dijo:
-A las ocho en la estación - y se alejó corriendo.
Todas las ganas de ser pájaro que tiene un muchacho que consigue la primera cita, las tuve yo esa mañana.
La calle, el pueblo, el mundo ya no eran nada, yo era una manojo apretado de locura, de alegría.
Sole. Repetí el nombre mil veces mientras miraba esa camisa planchada que sabía que esa noche se iba a llenar de arrugas cuando la tuviera contra mi…
Me olvidé de todas las palabras que había pensado durante la tarde. Cuando la vi llegar con el pelo recogido en la nuca y en la mejilla un rojo del que no sabía bien si era colorete o el color que le quemaba.
Sin decirnos nada nos tomamos de la mano y empezamos a caminar.
Cerca estaban los trenes haciendo maniobras y yo la sentía temblar a Sole cada vez que las locomotoras hacían sonar unos silbatos estridentes.
Después, lentamente, como si la voz me saliera a través de la piel directamente desde el corazón le dije:
-Yo no sé como tengo que decirte que te quiero mucho…
Ya se estaban besando nuestras manos y nuestras caras que sin darnos cuenta, se habían ido aproximando cada vez más.
Todo fue cuestión de detenernos bajo la sombra de los árboles y buscarnos, adolescentes, a ciegas, nuestras bocas.
Tal vez no fue un beso, pero estaba tan cerca de mi, tan apretada a mi que su piel había atravesado mi camino blanco hasta ser los dos uno solo.
Las palabras saltaron a borbotones:
-Júrame que nunca vas a dejar de besarme…
-Te lo juro. Jurame vos que  nunca vas a dejar de quererme.
-Te lo juro y júrame…
Nos dijimos un millón de juramentos. ¡Qué niños éramos!
¡Qué poco sabíamos de ese juego raro que es la vida!
Mis ojos quisieron buscar en la oscuridad sus ojos para sorprender en ellos el asombro del primer amor. Me sentía dueño del mundo.
-Nadie te va a sacar de mi lado nunca.Te voy a tener toda la vida así entre mis brazos.
Sentí que su mejilla apoyada contra la mía se humedecía.
Me nombró y luego se quedó callada. Cuando nos despedimos quise que me diera ese pañuelo con el que se había secado las lágrimas.
Me fui apretándolo contra el pecho, sabiendo que me iba a dormir besándolo, pero esa vanidad del hombre que se sabe seguro me venció antes de entrar al corralón y corrí a la cantina.
Antonio, fue el primero en verme entrar con el pantalón del traje nuevo, y en la camisa blanca y los zapatos lustrados.
-¡Che! ¿Hay milonga esta noche?
Entonces mientras agitaba el pañuelo de Sole frente a sus ojos asombrados le grité:
- ¡Si ¡Milonga ¡Huélanlo ¡Huélanlo ¡Es de ella, de la Sole...
Mientras iba sintiendo que mis diecisiete años ya eran muchos como para seguir estando junto a ellos que ni siquiera tenían novia.
No sé cuántas veces volví a encontarla, ni sé cuántas noches volvimos a besarnos. Ni sé que le dije una y mil veces.
¡Te quiero más de lo que puede quererte Dios, tal vez con mi amor de muchacho toqué a Dios, tal vez lo molesté o le dolió o no quiso entender, porque esta noche los besos fueron más y no nos dimos cuenta de que el tren de las diez pasaba por el terraplén bufando.
No nos dimos cuenta de que su padre estaba en la esquina mirándonos, llegamos abrazados casi, hasta que estuvimos a tres pasos de él.
El cachetazo fue seco, limpio. Le sacó de mi lado.
-¡Mocoso!¡Camine para dentro!¡Ya lo voy a arreglar!
- ¡Uno le da alas y ya quieren volar muy alto!
- ¡Camine para adentro! Y usted, compadrito…
Ya no pude seguir escuchando ese bozarrón. La miraba a Sole con los ojos azules llenos de lágrimas clavados en mí como recordándome que era mía y de nadie más que yo era más fuerte que todos.
Quise hablar, gritar, pero la mano del padre de ella ya me había tapado la boca de un golpe. Me quedeé impotente, apretando los puños, sintiendo cómo el gusto de mi sangre en mi boca era amargo, mientras los dos entraban en su casa.Todavía puede sentir desde allí los gritos del genovés y un chasquido que me pareció de un carretazo y el grito ahogado de Sole.
Me fui corriendo al café que estaba desierto a esa hora y pedí una ginebra. Al tragarla de un golpe me quemó la garganta, el pecho. Necesitaba algo que me empujase el llanto afuera.
Después volví al corralón y me metí en las caballerizas.
El moro, el caballo de Fausto, bufó al recordarme y después se quedó tranquilo nuevamente.
Demasiado pronto se quiere despertar uno, Moro…demasiado pronto.
Me fui quedando dormido sobre el montón de alfalfa fresca, apretando un pañuelo de la Sole contra mis ojos, llorando, juntando por primera vez –y por último- mis lágrimas de amargura con las lágrimas de alegría de ella, de aquella primera noche.
¡Cómo se ríeron los muchachos del café a la mañana siguiente al verme otra vez jugar a la billarada con los chicos de pantalón corto! No sabían todavía que era demasiado pronto para ser hombres. Demasiado temprano para el amor.

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